Por Alejandra Godoy Haeberle
Los vínculos amorosos son dinámicos debido, en parte, a que son influenciados por las modificaciones en la actividad neuronal correspondientes al paso del tiempo. Efectivamente, con el transcurso de la convivencia, nuestro estado de alerta ante el potencial peligro o la novedad que inicialmente representaba el ser amado, se ha ido reduciendo en forma natural.
Como nuestro cuerpo no puede absorber cantidades ingentes de dopamina y norepinefrina – que son las que producían las emociones de anticipación gozosa y ansiedad privativas de los primeros estadios - van disminuyendo sus efectos e inexorablemente decae la intensidad de nuestras reacciones bioquímicas. Se han calmado nuestros deseos más apremiantes, el predominio de la obsesión, euforia, manía y ansiedad ha sido paulatinamente reemplazado por otros sentimientos tales como bienestar, placidez, comodidad, adaptación, pertenencia y seguridad; aunque, por otro lado, tanto el romanticismo como lo irracional han ido perdiendo fuerza y ya no estamos tan ciegos a los defectos del otro, apareciendo asimismo diferencias de gustos y de intereses.
Entonces nos encontramos ante la disyuntiva de creer que el amor se nos está muriendo - distanciándonos de nuestra pareja hasta eventualmente separarnos - o bien, podemos apelar a la madurez emocional y darnos el tiempo necesario como para que se establezcan nuevas rutas neuronales que nos generen otras sensaciones propias de los vínculos de larga data las que, si bien son más suaves que las anteriores, son mucho más profundas, duraderas y beneficiosas para nuestra salud. Todos los cambios que se van suscitando no significan que el amor esté desapareciendo, que ya no estemos enamorados, sino que son indicativos de una transformación, de que lentamente vamos evolucionando hacia otro tipo de amor, hacia una afectividad más serena, apacible, en que se siente que todo está bien, donde se disfrutan otras vivencias, domina una mayor confianza, complicidad, comunicación más fluida y compromiso con proyección a futuro.
A medida que la relación avanza, el sistema apetitivo de nuestros centros del placer ha ido perdiendo supremacía a favor del sistema de saciedad - regulado por sustancias relacionadas con los opiáceos - que induce estados de bienestar y paz provenientes del deseo satisfecho. Consiste en una suerte de placer calmante que corresponde neurobiológicamente al tercer circuito cerebral, el cual se va desarrollando de forma relativamente independiente al de la atracción sexual e interpersonal, poniéndose casi imperceptiblemente en funcionamiento cuando la pareja está por alcanzar dos años o más de relación; es decir, cuando se están empezando a superar las fases temporales de la lujuria y del romanticismo, las que químicamente tienen fecha de vencimiento.
- Fase: cariño
- Impulso: pertenencia, estabilidad y seguridad
- Tipo de amor: sexual maduro
- Función: mantener a largo plazo la unión de pareja
- Duración: indeterminada, puede prolongarse toda la vida
- Circuito: sistema del apego
- Estructura y Zona Cerebral: Sistema de Recompensa, Centro del Placer de la saciedad
- Regulación: oxitocina
- Sustancias bioquímicas: endorfinas, vasopresina
Este tercer circuito se refiere al sistema del apego, a la fase del cariño y de la ternura, motivados por nuestra necesidad fisiológica básica de desarrollar profundos lazos afectivos, sensación de pertenencia y estabilidad a largo plazo. Se trata de un impulso natural, el que nuestra especie - a través de la historia - ha elaborado y reelaborado culturalmente, modulándolo y enriqueciéndolo mediante la acción de la corteza cerebral. Cumple la función de promover el deseo de permanecer unido a la persona amada, lo que permite la continuidad del vínculo amoroso más allá de la pasión. En términos evolutivos, esta fase es necesaria en la medida que posibilita el que la pareja de padres crie a sus hijos en forma conjunta.
Entre los mamíferos, solo un 3% establecen uniones diádicas de larga data y, en nosotros, los seres humanos, se supone que predominan los vínculos amorosos más bien sucesivos y que aquellas parejas que siguen juntos, generalmente ya no están enamorados. Sin embargo, últimamente se ha demostrando científicamente que algunos matrimonios logran que el sistema apetitivo de recompensa del cerebro continúe activándose a pesar del paso del tiempo, manteniéndose algunas de las manifestaciones típicas de las primeras etapas de la relación.
Efectivamente, investigaciones con resonancia magnética en que se les mostraba fotos del ser amado a parejas recientes y a otras que declaran estar más de 20 años enamoradas, encontraron que las regiones que se activaban eran muy similares. No obstante, mientras que en las primeras predominaba el funcionamiento de las áreas relacionadas con la obsesión y la ansiedad, en las otras sobresalían las zonas asociadas a la calma y supresión del dolor. Los autores concluyen que, los que llevan décadas juntos, van desarrollando aquellas regiones concernientes a un apego profundo; pero, sin que dejen de movilizarse aquellas otras asociadas al amor romántico. Las que se activan no son exactamente las mismas que en la atracción sexual, sino que las particulares correspondientes al enamoramiento, aunque algunas sean comunes en ambos casos. Más específicamente se ha constatado que en una relación de amor sexual maduro, la mayor actividad se produce en el pallidum ventral y en parte de los ganglios basales, regiones en que juegan un rol fundamental los receptores de vasopresina.
Dentro de la misma línea, en la revista Nature se publicó un interesante estudio con dos especies de ratones muy diferentes: los de la pradera - quienes son monógamos, forman pareja para toda la vida y cuidan a sus crías junto a la hembra - y los del pantano – los que son promiscuos, individualistas y se desentienden de su descendencia. Solamente los primeros poseen muchos receptores de vasopresina. El experimento consistió en transferir un único gen - precisamente el que codifica dichos receptores - del ratón monógamo al promiscuo, con el resultado de que los del pantano cambiaron su comportamiento y mantuvieron exclusivamente sexual por el resto de su existencia.
Además se observó que los de la pradera segregaban oxitocina y vasopresina al copular, mostrándose fisiológicamente abatidos si se los separaba de su pareja. La funcionalidad de dichas sustancias ha sido repetidamente probada en aquellas especies de animales que son monógamos, como por ejemplo, en algunos pingüinos que tienen una sola pareja de por vida. En investigaciones donde se les inyectó oxitocina a las hembras de una especie de roedor, éstas necesitaron un período muy corto de convivencia con algún macho para "elegirlo" como su compañero. Y, al inyectárseles vasopresina a los machos, éstos manifestaron una mayor urgencia de anidar. Ambos, macho y hembra, fueron capaces de crear lazos estables incluso sin aparearse.
Asimismo, en nosotros también se liberan las mismas sustancias cuando acariciamos a alguien y, particularmente, en el coito. Durante el orgasmo se produce una especie de descarga eléctrica y neuroquímica (dopamina, oxitocina y endorfinas) en el sistema límbico, justo en el núcleo de los centros del placer, elicitándose un estado de placer y de euforia. Tras el mismo, sobreviene una sensación de relajamiento provocada por la secreción masiva de oxitocina - conocida como la hormona del amor al ser la responsable del sentimiento de apego que contribuye a estrechar los lazos en la pareja - y que es la misma que se segrega durante el parto, siendo clave en los intensos lazos afectivos permanentes que se forjan entre madre e hijo. Cuando estamos junto al ser amado, especialmente después de cada vez que hemos hecho el amor, vivenciamos una placentera sensación de confianza y de pertenencia, nos sentimos generosamente felices al notar que nuestra pareja es feliz, desaparecen las emociones de miedo y el estrés, todo gracias a la oxitocina, la vasopresina y las endorfinas.
Bioquímicamente, entonces, los vínculos monógamos de larga data son regulados - principalmente - por la oxitocina, aunque también juegan un rol importante la vasopresina y las endorfinas (todas las cuales también están presentes en las relaciones de corto plazo, pero en cantidades significativamente menores). Ahora bien, la oxitocina y la vasopresina, a su vez, aumentan los niveles de dopamina y esta combinación es la que actúa como un poderoso cemento químico que es fundamental en las uniones duraderas, aquellas que van más allá de las oleadas emocionales y que corresponden al tercer circuito cerebral.
Recapitulando, en la vida sexual y afectiva de una pareja se distinguen tres fases progresivas consecutivas - aunque parcialmente sobrepuestas – cada una más compleja que la anterior, las cuales utilizan circuitos neuronales relativamente independientes, pero interconectados de manera tal que pueden interactuar entre sí y funcionar en forma conjunta. Consisten en tres mecanismos emocionales básicamente disímiles, regulados hormonalmente por distintas sustancias químicas. Los hallazgos mencionados han permitido responder a aquella larga interrogante histórica relativa a si el enamoramiento y el amor son lo mismo. Lo que se ha podido demostrar es que se trata de condiciones sustancialmente diferentes; es decir, la pasión sexual y el amor romántico no son estados equivalentes al amor perdurable.
En conclusión, gracias a las neurociencias ahora sabemos que sí es factible mantener un amor durante toda la vida – no atribuible a procesos de autoengaño - al cual Kernberg denomina amor sexual maduro. El factor madurez se refiere a estar dispuestos a darse el tiempo para que se establezcan nuevas rutas neuronales gracias a la masiva secreción de otras hormonas y a estar abiertos a pasar a una etapa siguiente, sin aferrarse a mantener artificialmente a pulso las sensaciones del inicio de la relación, aunque tampoco resignándose a que ya nunca se van a volver a experimentar ninguna de las satisfacciones anteriores. Dicha madurez emocional también podría incluir la concepción budista de los venenos del alma; en este caso, el ser capaz de superar el veneno de la ignorancia, en el sentido de haber aprendido que nuestro organismo biológicamente no puede mantener funcionando mucho tiempo sus centros apetitivos del placer induciendo esas sensaciones de tan alta intensidad como en la fase de la lujuria y del romanticismo, sin caer inevitablemente en un estado de tolerancia.
En la medida en que se difundan adecuadamente toda esta información, posiblemente aumente la cantidad de parejas que logren cimentar ese amor más sosegado donde se consolidan los sentimientos más duraderos y donde se puede alcanzar una profunda intimidad emocional. A este tipo de amor es al que se refiere el término amor sexual maduro, el que Capponi describe como el haber podido “construir relaciones personales de calidad, especialmente una relación de pareja auténtica, comprometida, que integre todos los elementos importantes de la vida personal: las pasiones, los instintos, el deseo sexual, en una relación simétrica, respetuosa, en libertad y profunda”.
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